Hubo un laberíntico debate jurídico de última hora. Uno más en este proceso inacabable. Pero después, los 81 senadores que tenían en su mano el destino de Dilma Rousseff –y el de Brasil– votaron.
El tablero electrónico parpadeó a la una y media de la tarde y dio la respuesta prevista por todos desde hacía tiempo: Rousseff, por 61 votos a 21, es condenada a dejar desde hoy la presidencia de forma definitiva y a abandonar en el plazo de un mes su residencia oficial de Brasilia.
Desde la tribuna, un grupo de seis o siete personas comenzó a correar el himno de Brasil enarbolando una bandera. Pero la solemnidad de la ocasión y el peso histórico de lo que acababa de ocurrir empujó al resto de la sala, abarrotada, a guardar silencio. Brasil culmina así el cambio de Gobierno más traumático y esquizofrénico de su reciente democracia.
La votación, con el país en suspenso viéndolo por la televisión, constituyó el último capítulo de un largo proceso de impeachment que comenzó el 2 de diciembre.Tan sólo dos horas después de la votación, Michel Temer, el hasta ese momento presidente interino (antes vicepresidente y aliado de Rousseff, ahora enemigo declarado de ella) llegaba a esa misma sala recibiendo felicitaciones y palmadas en la espalda de sus correligionarios.
Tras escuchar el himno, juró el cargo, firmó la toma de posesión y sin dejar de sonreír y de recibir nuevos abrazos y enhorabuenas, salió, ya erigido presidente brasileño con todas las letras, rumbo a China para participar en la cumbre del G-20. Fue una ceremonia apresurada.
Pero la necesidad de llegar a esa cumbre lo aceleró todo. Mientras, en el Palacio de la Alvorada, en un ambiente sombrío y de derrota, Rousseff se preparaba para asumir su nuevo estado de ex presidenta expulsada por la puerta de atrás. Antes había comparecido, llevando una camisa roja, símbolo del PT, para denunciar otra vez el proceso del que se siente víctima: “En mi vida he sufrido dos golpes de Estado. El de la dictadura y éste”.
El senado, en un gesto de clemencia, votó en contra de inhabilitarla por ocho años de todo cargo público. Una de sus defensoras, la senadora Karia Abreu, alegó que Rousseff, de 69 años, así podría dar clases y conferencias en universidades y alcanzar la anualidad que le falta para conseguir la jubilación. En teoría, también le abre las puertas a un (improbable) regreso político.
La sesión fue histórica y final. Rousseff decidió apurar todas y cada una de las fases del impeachment a pesar de que las previsiones aventuraban su fracaso casi desde el principio. Fernando Collor de Melo, que también sufrió una destitución similar en 1992, se bajó en marcha al renunciar antes de llegar a la conclusión. La resistencia de Rousseff fue más simbólica que práctica, encaminada a dejar claro que no aceptaba ni aceptaría jamás el veredicto.
“Estamos a un paso de la concretización de un verdadero golpe de Estado”, dijo el lunes, delante de los 81 senadores que la juzgaron. A Rousseff se le ha condenado por maquillar las cuentas públicas. El origen remoto del proceso hay que buscarlo en un informe de tres abogados que denunciaron a la presidenta hace más de nueve meses de hacer trampas con el presupuesto mediante un abstruso mecanismo de préstamos públicos.
Los senadores brasileños se han pasado horas y días y meses discutiendo en un perpetuo Día de la Marmota sobre si el retraso por parte del Gobierno en reembolsar un pago efectuado por un banco público a un programa estatal se podía considerar delito o no. En los últimos meses han surgido en el país centenares de especialistas en esta minucia contable, en una trinchera y en otra.
Para la defensa, eso ni es delito ni es algo raro: todos los presidentes anteriores lo han hecho. Los acusadores han repetido que nadie está por encima de la ley, ni siquiera el presidente de la República y ni siquiera para esto. Uno de sus más fervientes defensores, el ex ministro de Economía Nelson Barboza replicó el sábado: “Ustedes han decidido que hay un crimen y luego han buscado el delito”.