Viven sobre el pasaje a metros del puente que une el barrio con Alberdi, donde un grupo de jóvenes encapuchados los amenaza con palos y piedras, mientras lanzan consignas xenófobas. Detrás de la vivienda, un niño con la camiseta del Barcelona juega entre las piernas de los infantes que custodian la barriada. Durante la mañana fue a clases y un compañerito le dijo: “ustedes se tienen que ir porque matan gente, pero te podes venir a mi casa”.
Familias bolivianas se mueven en grupos, buscando protegerse de una venganza inútil, signada por la segregación. Mientras crecía la tensión en las calles, María llegó hasta el sector para ayudar a su hermana a cargar sus pertenencias en un éxodo enloquecido. “A nosotros no nos regalaron nada, pagamos cada centavo. Trabajamos para vivir y a esta gente no le importa el muerto.
Nos quieren robar, nada más…”, señala entre lágrimas. En la esquina, de calle Colombia, un joven teñido de rubio y con la camiseta de Boca, se lanza furioso contra ciudadanos bolivianos que piden frenar la violencia. “Vayansé hijos de puta… son abuso… como van a matar…. Mierda los vamos a hacer”, expresa con los ojos enrojecidos ante un grupo de chicos desarmados.
Otros jóvenes respaldan la violenta actitud con gestos amenazantes. Levantan palos ante la vista de todos y la ausencia policial. Se escucha el impacto de algunas piedras y el miedo se percibe entre los vecinos. La mayoría no fue a trabajar ni envió a sus hijos al colegio. Quieren recuperar la normalidad, pero se quedan mirando absortos el desenlace de otra jornada de tensión. Una puerta se rompe y otra vez gritos. Una mujer boliviana corre hacia su casa, pero ya es tarde. Adolescentes ingresaron a la unidad habitacional y en solo minutos se llevaron lo que pudieron.
La vecina estaba ayudando a sus pares en la huída del sector y lo perdió todo. Al llanto desconsolado se suman otros residentes bolivianos que le piden calma. “Se llevan chucherías esas mierdas… es plata nomás”, le dice una joven embarazada. Minutos después se sienta a la par de la puerta destrozada y también llora. La Policía busca mediar entre los vecinos y no se observan funcionarios políticos.
En la Defensoría del Pueblo avanza un diálogo, que en el barrio muchos desconocen. Una decena de familias ya habían huido, otras esperaban el tiempo para hacerlo. Un hombre sigue internado por una violenta golpiza tras el crimen y su mujer teme más represalias. “Nunca vimos nada igual”, le relata un periodista a su compañero de tareas. Una sexagenaria asiente mientras se toma la frente.
El sol se escurre entre el humo de las cubiertas que impiden el tránsito sobre el acceso norte y hay miedo por el arribo de la noche. Están cansados, pero nadie espera dormir. El crimen que desató la ira generó otras secuelas tan violentas y serviles como el dictamen de una bala. Responsabilidades: “Esos pibes quieren más de lo que tuvieron sus papás y van perdiendo los objetivos, sin hallar el rumbo. Creo dolorosamente que no es la pobreza sino la desigualdad la que nos hace más violentos y dispersos…”