A través de muchos matices que transformaron a Muhammad Ali en el deportista más fascinante del siglo XX, hay uno que queda postergado por su prodigiosa maestría en el ring y por el gesto revolucionario de negarse a combatir en Vietnam.
Ali, el campeón que se puso al frente de la lucha por los derechos de los afroamericanos, se inició en el boxeo profesional con el apoyo (el dinero, digámoslo con todas las letras) de un trust de diez capitalistas blancos, quienes lo pusieron bajo la dirección de un entrenador también blanco, Angelo Dundee, quien lo acompañó durante toda su carrera.
Luego de ganarle el título a Sonny Liston en 1964, el mismo año en que el Congreso aprobaba una ley de Derechos Civiles que prohibía la discriminación, Ali anunció su conversión al islamismo y su adhesión a la Nación del Islam, una fracción radicalizada cuyo líder, Elijah Muhammad, tenía ideas estrambóticas sobre el origen del hombre y rechazaba la integración racial que tan bien parecía funcionar en la esquina de su propagandista más famoso.
El ensayista Gerald Early se pregunta si Ali no representó el enmascaramiento de la militancia, si no resultó más favorecido por el sistema que él mismo cuestionaba que otros ídolos negros, como el extraordinario Joe Louis, quien a su lado parecía un Tío Tom y, aún así, fue empujado a la pobreza por una impiadosa persecución del fisco dirigido por los blancos.
Según Early, Alí sonreía en una semana lo que Louis había sonreído en toda su vida; también parecía estar más cómodo y feliz rodeado de blancos de lo que nunca lo había estado el Bombardero de Detroit. Sin embargo, esta plasticidad social no le evitó que su rechazo a combatir en Vietnam, en 1967, le valiera multas, un largo proceso judicial y 43 meses fuera del ring, lo que, de acuerdo a Angelo Dundee, nos privó de ver al mejor Ali de todos.
Esos tiempos difíciles, donde sus abogados pugnaban para que no fuera a la cárcel (había sido condenado a cinco años de prisión y la Corte recién lo sobreseyó en 1971), el heredero de su corona, Joe Frazier, le daba dinero y apoyo moral. Ali se lo pagó muy mal una vez que fue habilitado de nuevo para boxear. Lo trató de gorila (insulto blanco), de negro servil, lo provocó de las peores maneras, generando en Frazier un odio que recién se aplacó en los días finales de su vida.
Como escribió el escritor Norman Mailer, Ali era un especialista “en trabajar sobre la vanidad de los otros; sabía que un peleador que había sido atado psicológicamente antes de subir al ring, ya había perdido la mitad, tres cuartos, no, toda la pelea”.
Early dice que “nadie encarnó la cultura popular norteamericana, sus excesos, sus barbaridades, sus densidades” mejor que Ali. El poeta Allen Ginsberg sostuvo que cambió para siempre el rostro de EE.UU.: “Antes de él, los negros tenían vergüenza de sí mismos; después de él, el orgullo los lanzó a la pelea”.